Sonido que especula, y un nítido reflejo,
callado: me amedrentan los mudos que no mienten;
y mueren dromedarios, y la siesta no acepta
el hálito cansado de lo que es cauce y va.
Voces en redondel, percibimos el eco
y reflejamos alces que no cuestionan nada;
y la estación estalla porque ya nada es tallo,
y Spinetta se acuerda de Casandra, y sonríe.
Y vuelves a aprender a decir vos y tú,
y percibes costumbres de un sitio y otra pausa;
porque los vientres crecen y la rejilla es cuña
en que anoto vislumbres de fanales vencidos.
Te da por perseguir roncas persignaciones
y divagás, henchido de letras y mensajes,
y la cruel musaraña te roe dulcemente
mientras los escenarios se hacen viejos, posibles.
Se repiten los versos porque el impulso es muda,
y muda la mudanza, y el juglar, tumefacto;
la espera no adelgaza, miramos a un abismo
que puede ser banal, que ya no te sostiene.
Y los esquifes crujen, se alejan, para luego
hundirse en la penumbra de los párpados mustios;
y la locura es daga que traza indiferencias
ganadas al vislumbre de lo que ya no está.
(Porque el sonido es alce, sonido o simulacro,
y esperas a que caigan los sabios centinelas;
y la estación que digo, sin mantas y sin lienzos,
resuena como un simple madero que se astilla.)
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